Algunos consejos e ideas para perder el miedo a volar:
1. Piense que los pilotos son profesionales extraordinariamente bien preparados, con una forma física y psíquica excelente. Solo suben a pilotar aviones en las mejores condiciones, incluso la garantía de que estas se cumplen puede conllevar retrasos en la salida del avión (ejemplo necesidad de descansar). En general, todo el personal de a bordo son profesionales con muy alta cualificación en el desempeño de sus funciones.
2. El avión es un medio de transporte muy seguro. La tecnología actual es muy potente en todas las vertientes que refuerzan la seguridad del vuelo y de los pasajeros. Como es conocido hay muchísimos más accidentes de coches que de aviones. Es difícil cometer errores en el espacio aéreo mucho más descongestionado que las autopistas terrestres, donde multitud de "pilotos" de vehículos (coches, autobuses, camiones, motos... ) no alcanzan tan alta cualificación como la que se le exige a los pilotos.
3. Compartir el miedo. Si está por alguna razón llega a estar atemorizado dentro del avión, quizás sea un buen consejo compartirlo con una azafata o el sobrecargo. Seguro que ellos podrán hacer algo por usted para que se sienta más confortable. No tenga miedo a preguntar o pedir cualquier cosa.
4. Recursos de seguridad en casos extremos. Piense que hay muchos recursos de seguridad y salvamento en el avión. Generalmente, hasta su asiento puede utilizarse en caso de emergencia como flotador. Hay máscaras de oxígeno, puertas y plataformas preparadas para casos extremos.
5. Respiración y Relajación. Si está atemorizado cuando vuela o aterriza, no mire por la ventanilla del avión. Quizás se sienta peor. Hay una bolsa en el caso de que la necesite si siente angustia o mareo. Trate de respirar profundamente. Una buena idea es practicar y controlar la respiración. Especialmente la respiración abdominal. Trate también de practicar algunas técnicas de relajación. Si lo prefiere, entable algún tipo de conversación con el pasajero del asiento de al lado o la azafata.
6. Compañía. Si puede, trate de volar acompañado, con alguien con quien confía o ama. En estas circunstancias generalmente se reduce el miedo a volar de forma muy sustancial. Coja su mano en le despegue, al aterrizar o cuando se produzcan turbulencias.
7. Rutinas agradables. Una forma de combatir el miedo es volar frecuentemente e intentar diseñar un poco nuestras propias rutinas hasta que nos acostumbremos mejor al avión:
* Deje todos sus miedos y preocupaciones fuera del avión.
* No tome estimulantes antes de subir (café, etc.)
* Solicitar una reserva de asiento de pasillo con antelación.
* Saludar amablemente a la tripulación, gastar alguna broma con ellos.
* Ponerse ropas muy cómodas
* Llevarse revistas o libros muy entretenidos. Escuche música, vea la película, escriba cartas...
* Intente hablar un poco con otros pasajeros.
* Esfuerce en pensar positivamente.
* Cocentrarse en la respiración abdominal y hacer sencillos ejercicios de relajación de los pies, muslos, manos, brazos, cuello, cabeza...
* Esfuércese en ser simpático, ayuda al cerebro a desechar pensamientos negativos.
* Tome líquidos y bebidas que le apetezcan.
* Bromee con las azafatas y tripulación sobre sus miedos, las turbulencias, etc.
* Cuente estos consejos a los que tengan miedo, contándolos en voz alta perderá su propio miedo.
* Sentido del humor: lee este artículo de García Márquez.
8. Piense que la vida está en todas partes, en la tierra, en las estrellas, incluso en el avión. Pensar en la vida es bello y tranquilizante.¿Nos quieres contar tu caso? Participa en el Foro miedo a volar compartir nuestras experiencias nos ayudará.
martes, 18 de marzo de 2008
Seamos machos, hablemos del miedo a Volar
Por Gabriel Garcia Márquez, para El diario El pais de Colombia
El único miedo que los latinos confesamos sin vergüenza, y hasta con un cierto orgullo machista, es el miedo al avión. Tal vez porque es un miedo distinto, que no existe desde nuestros orígenes, como el miedo a la oscuridad o el miedo mismo de que se nos note el miedo. Al contrario: el miedo al avión es el más reciente de todos, pues sólo existe desde que se inventó la ciencia de volar, hace apenas 77 años. Yo lo padezco como nadie, a mucha honra, y además con una gratitud inmensa, porque gracias a él he podido darle la vuelta al mundo en 82 horas, a bordo de toda clase de aviones, y por lo menos diez veces.No; al contrario de otros miedos que son atávicos o congénitos, el del avión se aprende. Yo recuerdo con nostalgia los vuelos líricos del bachillerato, en aquellos aviones de dos motores que viajaban por entre los pájaros, espantando vacas, asustando con el viento de sus hélices a las florecitas amarillas de los potreros, y que a veces se perdían para siempre entre las nubes, se hacían tortillas, y había que salir a media noche a buscar sus cenizas del modo más natural: a lomo de mula.
Una vez, siendo reportero de un diario de Bogotá, en una época irreal en que todo el mundo tenía veinte años, me mandaron con el fotógrafo Guillermo Sánchez a perseguir una mala noticia en uno de aquellos Catalinas anfibios que habían sobrado de la guerra. Volábamos sobre la plena selva de Urabá sentados en bultos de escobas, porque asientos no había en aquel sepulcro volante, ni una azafata de consolación a quien pedirle el número de su teléfono en el paraíso, y de pronto el avión se metió a tientas por donde no era y se extravió en un aguacero bíblico. No sólo llovía afuera, sino también adentro. Agarrándose a duras penas, el copiloto nos llevó un periódico para que nos tapáramos la cabeza, y vimos, con asombro, que apenas si podía hablar y le temblaban las manos.
Ese día aprendí algo muy alentador: también los pilotos tienen miedo, sólo que a ellos, como a los toreros, no se les nota tanto en el temblor de las manos como en las supersticiones. Un amigo español -tan temeroso del avión que nunca viajaba sentado- lo descubrió una mala noche de invierno en que lo invitaron a presenciar el decolaje en la cabina de mando. Era en Nueva York, durante una tormenta de nieve, y la tripulación permaneció muy serena en la cabeza de la pista, hasta que le dieron la orden de decolar. Entonces, como si fuera un requisito técnico insalvable, todos se persignaron al unísono. Mi amigo, comprendiendo que en el fondo de su alma también los pilotos tenían miedo, le perdió para siempre el miedo al avión.
Yo tuve una prueba todavía más sutil volando por entre las estrellas sobre el océano Atlántico. Hablando de todo, le pregunté al comandante por otro piloto amigo que había sido mi compañero de escuela. Yo ignoraba, por supuesto, que se había estrellado en el aeropuerto de Tenerife cuando trataba de aterrizar en medio de la borrasca. El comandante me lo dijo de otro modo, pero más revelador:
-Se retiró de la compañía hace tres años, en las islas Canarias.
Sin embargo, el buen miedo al avión no tiene nada que ver con las catástrofes aéreas. Picasso lo dijo muy bien: «No le tengo miedo a la muerte, sino al avión». Más aún: hubo muchos temerosos que perdieron el miedo al avión después de sobrevivir a un desastre. Yo lo contraje como una infección incurable volando a media noche de Miami a Nueva York, en uno de los primeros aviones a reacción. El tiempo era perfecto y el avión parecía inmóvil en el cielo, llevando a su lado esa estrella solitaria que acompaña siempre a los aviones buenos, y yo la contemplaba por la ventanilla con la misma ternura con que Saint-Exupery veía las fogatas del desierto desde su avión de aluminio. De pronto, en la lucidez de la vigilia, tuve conciencia de la imposibilidad física de que un avión se sostuviera en el aire, y me juré que nunca volvería a volar.
Lo cumplí durante diez años, hasta que la vida me enseñó que el verdadero temeroso del avión no es el que se niega a volar, sino el que aprende a volar con miedo. Es una especie de fascinación. De todos los temerosos insignes que conozco, el único que de verdad no vuela es el arquitecto brasileño Oscar Niemayer. En cambio, su compatriota George Amado, que es un timorato aéreo de los más grandes, ha tenido la audacia poética de volar en Concord desde París hasta Nueva York, para allí tomar un barco que lo llevara a Río de Janeiro. El escritor venezolano Miguel Otero Silva y el director de cine brasileño Ruy Guerra, por distintos caminos, han llegado a la conclusión de que la única manera de combatir el miedo al avión es volando con miedo, y lo combaten casi todos los meses. Carlos Fuentes, que no voló durante quince años y hacía unos viajes épicos de ocho días, cambiando de trenes, desde México hasta Nueva York, no sólo ha vuelto a volar, sino que la semana pasada fue a dictar una conferencia en la Universidad de Indiana, en una avioneta de un solo motor. Sin embargo, entre los grandes especialistas del miedo al avión no hay ninguno mejor que don Luis Buñuel, que a los ochenta años sigue volando impávido, pero muerto de miedo. Para él, el verdadero terror empieza cuando todo anda perfecto en el vuelo y, de pronto, aparece el comandante en mangas de camisa y recorre el avión a pasos lentos, saludando a cada uno de los pasajeros con una sonrisa radiante.
Mi madre no ha volado más de dos veces en su larga vida. Nunca ha sentido miedo, pero conoce muy bien el de sus hijos -que son doce-, de modo que mantiene siempre una vela encendida en el altar doméstico para proteger a cualquiera de nosotros que se encuentre en el aire. Su fe es tan cierta, que a uno de sus hijos -que es ingeniero de caminos- se le cayó hace poco un buldozer en una cuneta. Mi madre oyó decir que el rescate podía costar más de 100.000 pesos, y le dijo a mi hermano que no gastara ni un céntimo, pues ella iba a encender una vela para sacar el buldozer. Mi hermano la reprendió: «Sólo a ti se te ocurre que una vela puede sacar un buldozer de una cuneta». Mi madre, impasible, le replicó:
-¡Cómo no va a sacarlo, si sostiene un avión en el aire!
El único miedo que los latinos confesamos sin vergüenza, y hasta con un cierto orgullo machista, es el miedo al avión. Tal vez porque es un miedo distinto, que no existe desde nuestros orígenes, como el miedo a la oscuridad o el miedo mismo de que se nos note el miedo. Al contrario: el miedo al avión es el más reciente de todos, pues sólo existe desde que se inventó la ciencia de volar, hace apenas 77 años. Yo lo padezco como nadie, a mucha honra, y además con una gratitud inmensa, porque gracias a él he podido darle la vuelta al mundo en 82 horas, a bordo de toda clase de aviones, y por lo menos diez veces.No; al contrario de otros miedos que son atávicos o congénitos, el del avión se aprende. Yo recuerdo con nostalgia los vuelos líricos del bachillerato, en aquellos aviones de dos motores que viajaban por entre los pájaros, espantando vacas, asustando con el viento de sus hélices a las florecitas amarillas de los potreros, y que a veces se perdían para siempre entre las nubes, se hacían tortillas, y había que salir a media noche a buscar sus cenizas del modo más natural: a lomo de mula.
Una vez, siendo reportero de un diario de Bogotá, en una época irreal en que todo el mundo tenía veinte años, me mandaron con el fotógrafo Guillermo Sánchez a perseguir una mala noticia en uno de aquellos Catalinas anfibios que habían sobrado de la guerra. Volábamos sobre la plena selva de Urabá sentados en bultos de escobas, porque asientos no había en aquel sepulcro volante, ni una azafata de consolación a quien pedirle el número de su teléfono en el paraíso, y de pronto el avión se metió a tientas por donde no era y se extravió en un aguacero bíblico. No sólo llovía afuera, sino también adentro. Agarrándose a duras penas, el copiloto nos llevó un periódico para que nos tapáramos la cabeza, y vimos, con asombro, que apenas si podía hablar y le temblaban las manos.
Ese día aprendí algo muy alentador: también los pilotos tienen miedo, sólo que a ellos, como a los toreros, no se les nota tanto en el temblor de las manos como en las supersticiones. Un amigo español -tan temeroso del avión que nunca viajaba sentado- lo descubrió una mala noche de invierno en que lo invitaron a presenciar el decolaje en la cabina de mando. Era en Nueva York, durante una tormenta de nieve, y la tripulación permaneció muy serena en la cabeza de la pista, hasta que le dieron la orden de decolar. Entonces, como si fuera un requisito técnico insalvable, todos se persignaron al unísono. Mi amigo, comprendiendo que en el fondo de su alma también los pilotos tenían miedo, le perdió para siempre el miedo al avión.
Yo tuve una prueba todavía más sutil volando por entre las estrellas sobre el océano Atlántico. Hablando de todo, le pregunté al comandante por otro piloto amigo que había sido mi compañero de escuela. Yo ignoraba, por supuesto, que se había estrellado en el aeropuerto de Tenerife cuando trataba de aterrizar en medio de la borrasca. El comandante me lo dijo de otro modo, pero más revelador:
-Se retiró de la compañía hace tres años, en las islas Canarias.
Sin embargo, el buen miedo al avión no tiene nada que ver con las catástrofes aéreas. Picasso lo dijo muy bien: «No le tengo miedo a la muerte, sino al avión». Más aún: hubo muchos temerosos que perdieron el miedo al avión después de sobrevivir a un desastre. Yo lo contraje como una infección incurable volando a media noche de Miami a Nueva York, en uno de los primeros aviones a reacción. El tiempo era perfecto y el avión parecía inmóvil en el cielo, llevando a su lado esa estrella solitaria que acompaña siempre a los aviones buenos, y yo la contemplaba por la ventanilla con la misma ternura con que Saint-Exupery veía las fogatas del desierto desde su avión de aluminio. De pronto, en la lucidez de la vigilia, tuve conciencia de la imposibilidad física de que un avión se sostuviera en el aire, y me juré que nunca volvería a volar.
Lo cumplí durante diez años, hasta que la vida me enseñó que el verdadero temeroso del avión no es el que se niega a volar, sino el que aprende a volar con miedo. Es una especie de fascinación. De todos los temerosos insignes que conozco, el único que de verdad no vuela es el arquitecto brasileño Oscar Niemayer. En cambio, su compatriota George Amado, que es un timorato aéreo de los más grandes, ha tenido la audacia poética de volar en Concord desde París hasta Nueva York, para allí tomar un barco que lo llevara a Río de Janeiro. El escritor venezolano Miguel Otero Silva y el director de cine brasileño Ruy Guerra, por distintos caminos, han llegado a la conclusión de que la única manera de combatir el miedo al avión es volando con miedo, y lo combaten casi todos los meses. Carlos Fuentes, que no voló durante quince años y hacía unos viajes épicos de ocho días, cambiando de trenes, desde México hasta Nueva York, no sólo ha vuelto a volar, sino que la semana pasada fue a dictar una conferencia en la Universidad de Indiana, en una avioneta de un solo motor. Sin embargo, entre los grandes especialistas del miedo al avión no hay ninguno mejor que don Luis Buñuel, que a los ochenta años sigue volando impávido, pero muerto de miedo. Para él, el verdadero terror empieza cuando todo anda perfecto en el vuelo y, de pronto, aparece el comandante en mangas de camisa y recorre el avión a pasos lentos, saludando a cada uno de los pasajeros con una sonrisa radiante.
Mi madre no ha volado más de dos veces en su larga vida. Nunca ha sentido miedo, pero conoce muy bien el de sus hijos -que son doce-, de modo que mantiene siempre una vela encendida en el altar doméstico para proteger a cualquiera de nosotros que se encuentre en el aire. Su fe es tan cierta, que a uno de sus hijos -que es ingeniero de caminos- se le cayó hace poco un buldozer en una cuneta. Mi madre oyó decir que el rescate podía costar más de 100.000 pesos, y le dijo a mi hermano que no gastara ni un céntimo, pues ella iba a encender una vela para sacar el buldozer. Mi hermano la reprendió: «Sólo a ti se te ocurre que una vela puede sacar un buldozer de una cuneta». Mi madre, impasible, le replicó:
-¡Cómo no va a sacarlo, si sostiene un avión en el aire!
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